Textos de Eduardo Galeano no Som & Sentido, no dia 8 de junho



Na próxima terça-feira, dia 8, é a vez de textos do escritor uruguaio Eduardo Galeano serem ouvidos no Som & Sentido. Às vésperas da Copa do Mundo, o encontro terá foco nos textos do autor sobre futebol e será realizado na Arena do Prédio 8, da PUCRS, às 18h45.

Confira, abaixo, os textos que serão lidos. Nos encontramos lá!

El Jugador
Corre jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan cielos de gloria; al otro, los abismos de la ruina..
El barrio lo envidia, el jugador profesional se ha salvado de la fabrica o de la oficina, le pagan por divertirse, se sacó la loteria. Y aunque tenga que sudar como una regadera, sin derecho a cansarse ni a equivocarse, el sale en los diarios y en la tele, las radios dicen su nombre, las mujeres suspiran por el y los niños quieren imitarlo. Pero el, que habia empezado jugando por el placer de jugar, en las calles de tierra de los suburbios, ahora juega en los estadios por el deber de trabajar y tiene la obligacion de ganar o ganar.

Los empresarios lo compran, lo venden, lo prestan, y el se deja llevar a cambio de mas fama y mas dinero.
 
Cuanto mas exito tiene, y mas dinero gana, mas preso está. Sometido a disciplina militar, sufre cada dia el castigo de los entrenamientos feroces y se somete a los bombardeos de analgesicos y las infiltraciones de cortisona que olvidan del dolor y mienten la salud. Y en las visperas de los partidos importantes, lo encierran en un campo de concentracion donde cumple trabajos forzados, come comidas bobas, se emborracha con agua y duerme solo.

En los otros oficios humanos, el ocaso llega con la vejez, pero el jugador de futbol puede ser viejo a los treinta años. Los musculos se cansan temprano:
-Este no hace un gol ni con la cancha en bajada
-Este ? ni aunque le aten las manos al arquero

O antes de los treinta, si un pelotazo lo desmaya de mala manera, o la mala suerte le revienta un musculo, o una patada le rompe un hueso de esos que no tienen arreglo. Y algun mal dia el jugador descubre que se ha jugado la vida a una sola baraja y que el dinero se ha volado y la fama tambien. La fama, señora fugaz, no le ha dejado ni una cartita de consuelo. 

El hincha 3:30
Una vez por semana, el hincha huye de su casa y asiste al estadio.

Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven las serpientes y el papel picado; la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles, batiéndose a duelo contra los demonios de turno.

Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son tramposos.

Rara vez el hincha dice: «hoy juega mi club». Más bien dice: «Hoy jugamos nosotros». Bien sabe este jugador número doce que es él quein sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música.

Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna, celebra su victoria; qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos, o llora su derrota; otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces el sol se va y el hncha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas después de la muerte del carnaval.

El go

El gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el gol es cada vez menos frecuente en la vida moderna.

Hace medio siglo, era raro que un partido terminara sin goles: 0 a 0, dos bocas abiertas, dos bostezos. Ahora, los once jugadores se pasan todo el partido colgados del travesaño, dedicados a evitar los goles y sin tiempo para hacerlos.

El entusiasmo que se desata cada vez que la bala blanca sacude la red puede parecer misterio o locura, pero hay que tener en cuenta que el milagro se da poco. El gol, aunque sea un golecito, resulta siempre gooooooooooooooooooooooool en la garganta de los relatores de radio, un do de pecho capaz de dejar a Caruso mudo para siempre, y la multitud delira y el estadio se olvida de que es de cemento y se desprende de la tierra y se va al aire.
 
Los Negro
En 1916, en el primer campeonato sudamericano, Uruguay goleó a Chile 4 a 0. Al día siguiente la delegación chilena exigió la anulación del partido “porque Uruguay alineó a dos africanos”. Eran los jugadores Isabelino Gradín y Juan Delgado. Gradín había cometido dos de los cuatro goles.
Bisnieto de esclavos, Gradín había nacido Montevideo. La gente se levantaba de sus asientos cuando él se lanzaba a una velocidad pasmosa, dominando la pelota como quien camina, y sin detenerse esquivaba a los rivales y remataba a la carrera. Tenía cara de pan de Dios y era un tipo de esos que cuando se hacen los malos, nadie les cree.

Juan Delgado, también bisnieto de esclavos, había nacido en Florida, en el interior de Uruguay. Mucho se lucía Delgado bailando la escoba en los carnavales y la pelota en las canchas. Mientras jugaba, conversaba, y les tomaba el pelo a los adversarios.

-Descolgame ese rácimo –decía, elevando la pelota. Y lanzándola decía:
-Tírate que hay arenita.

Uruguay era, en aquel entonces, el único país del mundo que tenía jugadores negros en la selección nacional.

El Mundial del 50
Nacía la televisión en colores, las computadoras hacían mil sumas por segundo, Marilyn Monroe asomaba en Hollywood. Una película de Buñuel, Los olvidados, se imponía en Cannes. El automóvil de Fangio triunfaba en Francia. Bertrand Russell ganaba el Nobel. Neruda
publicaba su Canto general y aparecían las primeras ediciones de La vida breve, de Onetti, y de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz.

Albizu Campos, que mucho había peleado por la independencia de Puerto Rico, era condenado en Estados Unidos a setenta y nueve años de prisión. Un delator entregaba a Salvatore Giuliano, el legendario bandido del sur de Italia, que caía acribillado por la policía. En China, el gobierno de Mao daba sus primeros pasos prohibiendo la poligamia y la venta de niños. Las tropas norteamericanas entraban a sangre y fuego en la península de Corea, envueltas en la bandera de las Naciones Unidas, mientras los jugadores de fútbol aterrizaban en Río de Janeiro para disputar la cuarta Copa Rimet, después del largo paréntesis de los años de la guerra mundial.

Siete países americanos y seis naciones europeas, recién resurgidas de los escombros, participaron en el torneo brasileño del 50. La FIFA prohibió que jugara Alemania. Por primera vez, Inglaterra se hizo presente en el campeonato mundial. Hasta entonces, los ingleses no habían creído que tales escaramuzas fueran dignas de sus desvelos. El combinado inglés cayó derrotado ante los Estados Unidos, créase o no, y el gol de la victoria norteamericana no fue obra del general George Washington sino de un centrodelantero haitiano y negro llamado Larry Gaetjens.

Brasil y Uruguay disputaron la final en Maracaná. El dueño de casa estrenaba el estadio más grande del mundo. Brasil era una fija, la final era una fiesta. Los jugadores brasileños, que venían aplastando a todos sus rivales de goleada en goleada, recibieron en la víspera, relojes de oro que al dorso decían: Para los campeones del mundo. Las primeras páginas de los diarios se habían impreso por anticipado, ya estaba armado el inmenso carruaje de carnaval que iba a encabezar los festejos, ya se había vendido medio millón de camisetas con grandes letreros que celebraban la victoria inevitable.

Cuando el brasileño Friaça convirtió el primer gol, un trueno de doscientos mil gritos y muchos cohetes sacudió al monumental estadio. Pero después Schiaffino clavó el gol del empate y un tiro cruzado de Ghiggia otorgó el campeonato a Uruguay, que acabó ganando 2 a 1. Cuando llegó el gol de Ghiggia, estalló el silencio en Maracaná, el más estrepitoso silencio de la historia del fútbol, y Ary Barroso, el músico autor de Aquarela do Brasil, que estaba transmitiendo el partido a todo el país, decidió abandonar para siempre el oficio de relator de fútbol.
Después del pitazo final, los comentaristas brasileños definieron la derrota como la peor tragedia de la historia de Brasil. Jules Rimet deambulaba por el campo, perdido, abrazado a la copa que llevaba su nombre:

Me encontré solo, con la copa en mis brazos y sin saber qué hacer. Terminé por descubrir al capitán uruguayo, Obdulio Varela, y se la entregué casi a escondidas. Le estreché la mano sin decir ni una palabra.

En el bolsillo, Rimet tenía el discurso que había escrito en homenaje al campeón brasileño.
Uruguay se había impuesto limpiamente: la selección uruguaya cometió once faltas y la brasileña, 21.

El tercer puesto fue para Suecia. El cuarto, para España. El brasileño Ademir encabezó  la tabla de goleadores, con nueve tantos, seguido por el uruguayo Schiaffino, con seis, y el español Zarra, con cinco. 

Garrincha
Alguno de sus muchos hermanos lo bautizó Garrincha, que es el nombre de un pajarito inútil y feo. Cuando empezó a jugar al futbol, los médicos le hicieron la cruz, diagnosticaron que nunca llegará a ser un deportista este anormal, este pobre resto del hambre y de la poliomelitis, burro y cojo, con un cerebro infantil, una columna vertebral hecha una S y las dos piernas torcidas para el mismo lado.
Nunca hubo un puntero derecho como él. En el Mundial del 58 fue el mejor de su puesto. En el Mundial del 62, el mejor jugador del campeonato. Pero a lo largo de sus años en las canchas, Garrincha fue mas: él fue el hombre que dio mas alegrias en toda la historia del futbol.

Cuando él estaba allí, el campo de juego era un picadero de circo, la pelota un bicho amaestrado, el partido, una invitacion a la fiesta. Garrincha no se dejaba sacar la pelota, niño defendiendo su mascota, y la pelota y él cometían diabluras que mataban de risa a la gente; él saltaba sobre ella, ella brincaba sobre él, ella se escondía, él se escapaba, ella lo corría. Garrincha ejerc ía sus picardías de malandra a la orilla de la cancha, sobre el borde derecho, lejos del centro; criado en los suburbios, en los suburbios jugaba. Jugaba para un club llamado Botafogo, que significa prendefuego, y ése era él; el botafogo que encendía los estadios, loco por el aguardiente y por todo lo ardiente, el que huía de las concentraciones, escapándose por la ventana, porque desde los lejanos andurriales lo llamaba alguna pelota que pedía ser jugada, alguna música que exigía ser bailada, alguna mujer que quería ser besada.

¿Un ganador? Un perdedor con buena suerte. Y la buena suerte no dura. Bien dicen en Brasil que si la mierda tuviera valor, los pobres nacerían sin culo.

Garrincha murió  de su muerte: pobre, borracho y solo.

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